Cuando empecé a viajar entendí hasta qué punto Buenos Aires era distinta a otras ciudades literarias. Quizá todos pensamos lo mismo de nuestra ciudad natal, o quizá mi revelación confirma esas maneras tan arrogantes del porteño —el que creció en la ciudad del puerto de Buenos Aires—, con la que suele asociarnos el resto de Latinoamérica.
Es de esa arrogancia de donde también nace nuestra literatura. Acá decimos que somos la ciudad con más librerías por habitante, que incluso hundidos en la crisis económica hay casi 300 editoriales independientes activas, y que el gran problema con el que lidiamos es que tenemos más gente que quiere escribir que gente que lee.
Crecimos acunados por la idea de una ciudad fundada y construida por inmigrantes europeos, que vivieron añorando por siglos culturas de otros continentes.
“Acá todo es una especie de réplica de otra parte”, dijo Graciela Speranza una vez. Pero el pasado de estas tierras, saqueado, e ignorado por generaciones, burbujea rebelde por todas partes.
Puede que esta ciudad esté todo el día mirándose el ombligo, pero no es por pura arrogancia. Es que Buenos Aires aún intenta entender de dónde viene, y cómo es todo este asunto de tener un pasado y un futuro: dos ficciones en las que aún seguimos trabajando. Nerviosa y vital, así se sacude nuestra literatura todo el tiempo, y cómo le gusta salpicarlo todo.
Leer durante el viaje
En el tiempo que se lee una novela también pueden leerse cinco cuentos. Si se quiere aterrizar con cierto panorama, mi consejo es hojear nuestros clásicos empezando por sus textos más cortos.
En cuanto el avión despega, hay que empezar con El matadero, de Esteban Echeverría, probablemente el texto fundacional de la literatura argentina. Después de la primera siestita hay que ir directo a El Aleph, de Jorge Luis Borges.
Tras la comida, Casa tomada, de Julio Cortázar, seguido de White Glory, de Sara Gallardo. Y 15 minutos antes de aterrizar, Hoy temprano, de Pedro Mairal. Así el plano de la ciudad queda esbozado en varias voces y generaciones.
El nervio óptico, de María Gainza, puede ser una buena guía para el que quiera pasearse por algunos barrios y museos de arte cruzando ideas y referencias culturales de todo tipo.
Si se quiere incursionar por los distintos estratos sociales, se puede leer Los fantasmas, de César Aira —posiblemente nuestro escritor más prolífico, famoso por sus ya más de 100 publicaciones—. O dar una vuelta por uno de los colegios secundarios más tradicionales de la ciudad, con la perspectiva histórica de la década de 1980 en Ciencias morales, de Martín Kohan.
Lo escritores en boga
La tríada espectacular: Mariana Enríquez, Gabriela Cabezón Cámara y Selva Almada —seguidas de otras tantas igual de talentosas, pero aún no tan bien traducidas—. Enríquez es nuestra maga del horror, Cabezón Cámara es una renovadora admirable de la prosa y la lengua, y Almada tiene una contención morosa y turbia que siempre me fascina.
Tienen en común, además de pertenecer a mi generación, la furia del revisionismo histórico, y la valentía de los que vuelven a nombrar lo que ha sido silenciado.
Lo más interesante de la nueva literatura argentina se está moviendo en los márgenes. Está recuperando léxicos perdidos, registrando nuevas formas del habla, moviéndose en los estratos sociales más marginales, pensando nuevas identidades y nuevos géneros literarios también. El problema con esta ebullición divina, es que a veces tarda décadas en ser traducida.
¿Qué libro podría transportarme al interior? Las crónicas de viaje al interior argentino, en Viajera crónica, de Hebe Uhart; son pequeñas joyitas para paladear de a poco.
Se puede hacer un viaje imaginario a las zonas rurales de Córdoba con los magníficos cuentos de Federico Falco, de Un cementerio perfecto. O quedarse en la capital de la provincia con Las malas, de Camila Sosa Villada, que habla sin tapujos sobre el mundo travesti, como ella misma lo llama, del que yo sabía muy poco, y a la vez es un texto sumamente literario, un verdadero manifiesto poético.
Si lo que se quiere es viajar en el tiempo, la novela Zama, de Antonio di Benedetto, es ideal para adentrarse en el norte argentino del siglo XVIII, en pleno colonialismo —y luego, como cereza del pastel, puede verse la adaptación al cine del mismo nombre de Lucrecia Martel, un verdadero espectáculo atmosférico plagado de paisajes del pasado.
Por cierto, Di Benedetto es también uno de mis cuentistas favoritos, y su colección Nest in the Bones, traducida por Martina Broner, es un excelente punto de partida para los lectores de habla inglesa.
Puede viajarse al litoral aún un par de siglos más atrás, con El entenado, de Juan José Saer, probablemente uno de los grandes autores argentinos, y tan poco leído todavía fuera de nuestro país.
Dónde acurrucarse con un libro
Nuestro jardín botánico es chiquito pero un oasis para leer tranquilo en medio de la ciudad. En Buenos Aires hay una fuerte cultura de cafés, donde no está mal visto pedir solamente “un cortado” y quedarse ahí leyendo por horas. Y hay que avisarle al visitante desprevenido que la ciudad es nocturna incluso en su cara literaria. En una noche cualquiera, e incluso en la semana, hay presentaciones de libros por doquier y varios ciclos de lectura —pequeños espacios en casas, clubs, radios, bares, donde los autores leen a públicos pequeños lo que están produciendo—.
Basta salir a caminar por cualquier barrio para encontrarse con las librerías. El Ateneo es la que encontrarán en la guía turística, usualmente listada como una de las más hermosas del mundo. La Librería Ávila es la más antigua de Buenos Aires, fundada en 1785. Eterna Cadencia, en el barrio de Palermo, es el tipo de librerías que más nos gustan a los lectores argentinos: espacios personales, curadurías particulares y estantes súper poblados de libros.
Y luego está la famosa Avenida Corrientes, con sus seis o siete cuadras de librerías de libros usados. Solían abrir las 24 horas, en caso de que luego de ir al teatro, seguida de una larga cena con amigos y una breve pasada por el bar, a eso de las 4 de la mañana alguien necesitara comprar un poemario. Hoy la gran mayoría está abierta incluso hasta media noche.
¿Qué audiolibro sería una buena compañía al caminar por la ciudad?
Guiñada y homenajeada en series y películas como Lost y Solaris, entre otras; si te interesa el mundo de las creaciones artificiales, la conciencia digital y la inmortalidad, te va alucinar La invención de Morel, de Adolfo Bioy Casares. Y lo más curioso es que se publicó hace más de 80 años. Una novela neurálgica de la literatura argentina, representante clásico del género acá llamado “fantástico rioplatense”.
Y no te pierdas la voz de Julio Cortázar del disco Cortázar lee a Cortázar. Escuchándolo en mis walkman, en los 80, fue como yo misma empecé en mi adolescencia a descubrir mi Buenos Aires.
Lista de lecturas de Samanta Schweblin en Buenos Aires
El matadero, Esteban Echeverría
El Aleph, Jorge Luis Borges
Casa tomada, Julio Cortázar
White Glory, Sara Gallardo
Hoy temprano, Pedro Mairal
El nervio óptico, María Gainza
Los fantasmas, César Aira
Ciencias morales, Martín Kohan
Los peligros de fumar en la cama, Mariana Enríquez
Las aventuras de la China Iron, Gabriela Cabezón Cámara
El viento que arrasa, Selva Almada
Viajera crónica, Hebe Uhart
Un cementerio perfecto, Federico Falco
Las malas, Camila Sosa Villada
Zama y Nido en los huesos, Antonio di Benedetto
El entenado, Juan José Saer
La invención de Morel, Adolfo Bioy Casares
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