Los precios del petróleo siempre han sido inestables. En 1972 el barril Brent costaba 20 dólares y dos años después ya andaba en 50. En 1980 llegó a 100 y seis años después se desplomó a 30. En 1998 se conseguía por 20 y al año siguiente a 125. En 2014 se cotizaba en 100 dólares, en 2016 en 30 y ayer en 108.
Cuando Joe Biden llegó a la Casa Blanca, Estados Unidos se había convertido en el primer productor mundial y era exportador neto. Se había librado de la dependencia del Medio Oriente, disponía de combustibles baratos y estaba ayudando a los países de Europa Oriental a depender menos de las importaciones rusas. En gran parte, su éxito se debía a que volvieron a utilizar antiguas técnicas para producir por medio de fracturación hidráulica (fracking) o a partir de esquisitos bituminosos (shale).
Todo cambió muy rápidamente en unos cuantos meses. Biden llegó con una ambiciosa agenda ambientalista y la empezó a impulsar sin prever las consecuencias. Canceló la extensión de un importante gasoducto que conectaba con Alberta y emitió regulaciones que obligaron al cierre de muchas refinerías y a una reducción en la producción de carbón.
Al mismo tiempo, la pandemia de Covid obligó a suspender la operación de campos petroleros, refinerías y puertos en muchas partes del mundo. Se dejó de invertir y se retrasó el mantenimiento. Los hidrocarburos empezaron a escasear y a encarecerse.
La invasión a Ucrania acabó de distorsionar el mercado. El 40 por ciento del consumo de gas y petróleo de Europa Occidental proviene de Rusia y el Kremlin ha utilizado esa circunstancia para avanzar en sus objetivos geoestratégicos. Amenaza con cerrarles los ductos en el invierno y los obliga a pagarle en rublos. Con los altos precios prevalecientes compensa las sanciones que le impusieron y no tiene problema para colocar su petróleo en China, a precio descontado.
La Unión Europea también venía endureciendo sus normas ambientales y había cancelado muchas centrales eléctricas nucleares o a base de carbón, pero no había alcanzado a sustituirlas por fuentes de energía renovable. Incluso estaba a punto de imponer una especie de tarifa (ajuste fronterizo) a las importaciones de energía y de productos intensivos de carbón. La aplazó indefinidamente al ver que se habían elevado muchísimo las facturas de la electricidad.
Los europeos le pusieron pausa a su batalla contra la crisis climática y están luchando desesperadamente para frenar la inflación y evitar una recesión. Ya se convencieron de que deben acabar con su dependencia de los rusos. No lo conseguirán pronto y van a tener que invertir mucho. Mientras tanto, están tratando de diversificar a sus proveedores. Catar, Egipto y Estados Unidos les están vendiendo más gas, pero apenas ahora están preocupándose por tener terminales de regasificación en sus puertos.
La Comisión Europea dispuso de un fondo para infraestructura y está tratando de coordinar las acciones para, por ejemplo, hacer compras conjuntas de gas y compartir instalaciones. A corto plazo, lo que queda son las medidas de ahorro de energía y los incentivos para hacer más eficiente la generación y mejorar el aislamiento de los edificios. La situación podría empeorar si la guerra en Ucrania se intensifica.
De este lado
En Estados Unidos el problema son los precios al consumidor. El galón de gasolina costaba 1.20 dólares en abril y ayer estaba a 4.70 en promedio, llegando en algunas partes a 8.15.
Aunque la demanda se redujo en 7 por ciento (porque hay más personas trabajando en casa) y sus refinerías están operando al 95 por ciento de su capacidad, no han conseguido asegurar su abasto. Además, ni los ambientalistas ni el Congreso permiten subsidiar la gasolina.
El año pasado la Organización de Países Exportadores de Petróleo y Rusia pactaron no aumentar su producción de crudo para mantener los precios altos. Infructuosamente, el presidente Biden viajó a Arabia Saudita para convencerlos de revocar ese acuerdo. Tampoco le han hecho mucho caso los venezolanos (a pesar de que ofrece aflojar las sanciones), ni los iranís, a los que les promete el regreso del acuerdo nuclear. Sólo Canadá ha incrementado su producción. De todas formas, ni los saudís ni los Emiratos tienen posibilidad de sacar mucho más.
Será éste un invierno difícil en ambos lados del Atlántico, con precios disparados y la amenaza, cada vez más evidente, de una recesión mundial.
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